Domingo I de Cuaresma: “Las tentaciones de Jesús son las nuestras”

[Lucas 4,1-13] Todos nosotros experimentamos la tentación, pero nos cuesta descubrir la presencia de Dios en nuestra frágil realidad y, más aún, compartirla con los demás. He ahí una primera invitación: descubrir que, en nuestra tentación, aún la más radical, Dios está a nuestro lado y nos invita a dejarnos acompañar.

El miércoles de ceniza comienza la Cuaresma, tiempo de conversión y penitencia como preparación a la Pascua. En el primer domingo de cuaresma el Evangelio nos invita a contemplar a Jesús tentado. Sabemos que es el Hijo. Ahora vamos a ver en qué consiste ser Hijo.

“Jesús, lleno del Espíritu Santo… y conducido por el mismo Espíritu, se internó en el desierto, donde permaneció durante cuarenta días y fue tentado por el demonio”.

Jesús es hombre como nosotros y, por lo tanto, fue tentado como nosotros. La diferencia no es solo que él se mantuvo siempre fiel a Dios, sino cómo vivió la tentación: desde su condición más radical de ser el Hijo de Dios.

Todos nosotros experimentamos la tentación, pero nos cuesta descubrir la presencia de Dios en nuestra frágil realidad y, más aún, compartirla con los demás. He ahí una primera invitación: descubrir que en nuestra tentación, aún la más radical, Dios está a nuestro lado y nos invita a dejarnos acompañar.

Las tentaciones de Jesús son las nuestras. En el fondo, usar a Dios poniéndonos a nosotros mismos en el centro. Todos nos deberíamos preguntar: ¿Qué es lo importante en mi vida? ¿Qué lugar tiene Dios en mi vida? ¿Es Él el Señor o lo soy yo?

Vamos a ver las tres tentaciones que nos narra san Lucas para que, como Jesús, también nosotros las podamos vivir desde nuestra realidad más profunda de ser hijas e hijos de Dios. Contemplemos, pues, a Jesús que se adentra en el desierto, lugar ambivalente, pues, aunque puede ser una oportunidad de encuentro con Dios, históricamente es el lugar de la caída y la negación de Dios. ¿Cuáles son mis desiertos? ¿Hasta qué punto mi matrimonio y vida familiar y de trabajo es un desierto: ese lugar que debería ser punto de encuentro con Dios pero que generalmente sólo lo es de caída y negación?

En la primera, Jesús experimenta la realidad del hambre, de la dureza de la vida.

“No comió nada en aquellos días, y cuando se completaron, sintió hambre. Entonces el diablo le dijo: ‘Si eres el Hijo de Dios, dile a esta piedra que se convierta en pan’. Jesús le contestó: ‘Está escrito: No sólo de pan vive el hombre’.”

Es la tentación de un Dios y una religión que sacie nuestras necesidades materiales y tranquilice nuestras conciencias, perdiendo de vista el hambre más profunda de Dios. No fue ese el caso de Jesús. Él se alimenta de la Palabra viva de Dios y se ofrece en la Eucaristía como el alimento verdadero que nos debe llevar a compartir nuestro pan, personalmente y como familia, con los más necesitados.

“Después lo llevó el diablo a un monte elevado y en un instante le hizo ver todos los reinos de la tierra y le dijo: ‘A mí me ha sido entregado todo el poder y la gloria de estos reinos, y yo los doy a quien quiero. Todo esto será tuyo, si te arrodillas y me adoras’. Jesús le respondió: ‘Está escrito: Adorarás al Señor, tu Dios, y a él sólo servirás’”.

Es la tentación de asegurar la fe con el dominio. Pero Jesús, frente a la divinización del poder y el bienestar, contrapone la realidad fundante de Dios como único absoluto y auténtico bien del ser humano. Y así permanece fiel al camino salvador del Padre que es el del amor que se entrega hasta la muerte.

Podemos contemplar esta tentación desde su antítesis del envío de los discípulos ante quienes el Cristo resucitado afirma: “Dios me ha dado toda autoridad en el cielo y en la tierra” (Mt 28,17). El único poder bueno y liberador es el que surge del Resucitado, es decir el que ha pasado por el tamiz de la donación amorosa de uno mismo hasta la muerte.

“Entonces lo llevó a Jerusalén, lo puso en la parte más alta del templo y le dijo: ‘Si eres el Hijo de Dios, arrójate desde aquí, porque está escrito: Los ángeles del Señor tienen órdenes de cuidarte y de sostenerte en sus manos, para que tus pies no tropiecen con las piedras’. Jesús le respondió: ‘También está escrito: No tentarás al Señor, tu Dios’.”

En la tercera tentación, Jesús renuncia a cumplir su misión recurriendo tanto al éxito fácil y la ostentación como a la falsa seguridad de una presencia apabullante de Dios que eliminase el camino de una fe que no pone condiciones a Dios y solo así es verdaderamente humana y humanizadora.

Los milagros de Jesús nunca serán en provecho propio, sino signos de su bondad para aliviar el sufrimiento y favorecer la fe. Nunca pondrá a Dios al servicio de su vanagloria; al contrario, su voluntad será cumplir, siempre y en todo, la voluntad del Padre que es el único Señor.

Y así, Jesús, que no pone a prueba a Dios arrojándose del pináculo del templo, más aún, que en la cruz hace suya la voluntad del Padre y desciende a la profundidad de la muerte, nos invita a vivir desde la filiación nuestra vocación particular con esa misma confianza que no tienta a Dios ni le pone condiciones, sino que cumple su voluntad, confiándose en la lógica del amor que se entrega, que es la lógica de Dios. De ello surge una confianza plena en Aquel que nos ama, muy distinta de la lógica del tentador que busca servirse de Dios y de los demás.

Finalmente, “concluidas las tentaciones, el diablo se retiró de él, hasta el momento oportuno”. Las tentaciones no son algo puntual o extraordinario ni en la vida de Jesús ni en la nuestra, sino parte de nuestra realidad de ser una naturaleza caída y redimida. ¡Cuánto daño nos hace aparentar una madurez que no conoce la caída ni la misma tentación!

Este tiempo de Cuaresma es una invitación a la conversión, recordando la frase del Cordero:

“Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaremos juntos” (Ap 3,20).

Contemplemos a Jesús y descubramos cómo también nuestra realidad más radical es la filiación: ser hijas e hijos en el Hijo. Mantengámonos abiertos al amor de Dios que nos renueva y capacita para amar a los demás desde nuestra vocación particular.

Esto es siempre don-gracia que da sentido pleno a nuestra vida, pero también tarea-lucha que requiere todo nuestro esfuerzo para convertirnos, como Jesús, en don entregado. Este es el camino de la cruz, no como negación de la vida y la plenitud humana sino, todo lo contrario, como el único camino de vida pues, paradójicamente, solo perdiéndonos a nosotros mismos y entregándonos a Dios en la cruz, lograremos abrirnos a la gracia y podremos recibir así el don de la vida según el modelo de Cristo:

“Si alguno quiere venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue su cruz cada día y me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí la salvará” (Lc 9, 24-25).