«Así que, al igual que cantamos en Nochebuena, No la debemos dormir, la Noche Santa, no la debemos dormir; aunque sabemos lo que sucede no podemos permitirnos el lujo de decirle al corazón que cierre sus ojos, que de dé otra vuelta, remolón, ahora que ya todo va a ser fácil, ahora que las respuestas se han puesto al alcance de la mano, ahora que todo lo que nos ha costado creer, podemos tocarlo con las manos».
¿Cuánto tiempo hace que no esperas nervioso que amanezca porque al día siguiente te espera algo que prevés estupendo? Da igual si hace mucho o hace poco, pero quiero que te sitúes en una situación semejante. Cierto es que aunque los días de la Semana Santa nos hayan ido poco a poco encogiendo el corazón, desde la ilusión del Domingo de Ramos al tremendo dolor del Viernes y el espeso silencio del Sábado Santo; el evangelio nos hace spoiler, sabemos lo que va a suceder; es más, vivimos cada día de lo que hoy sucede. ¿Cómo estaríamos si no supiésemos que Jesús iba a resucitar? Vale, de acuerdo, lo sabemos, pero, ¿cómo lo vivimos? Esa es la cuestión.
Así que, al igual que cantamos en Nochebuena, No la debemos dormir, la Noche Santa, no la debemos dormir; aunque sabemos lo que sucede no podemos permitirnos el lujo de decirle al corazón que cierre sus ojos, que de dé otra vuelta, remolón, ahora que ya todo va a ser fácil, ahora que las respuestas se han puesto al alcance de la mano, ahora que todo lo que nos ha costado creer, podemos tocarlo con las manos.
Las mujeres, no pueden dormir, madrugan porque quieren tocar el cuerpo de Jesús, quieren encontrarse de nuevo con quien quieren, quieren colocar el último vestido para que lo abrace la tierra. Ellas llegan y no ven nada porque no encuentran lo que buscan. Avisan a Pedro y a Juan, que llegan corriendo, echando el bofe, y solo encuentran vendas en el suelo. Jesús está vivo. Ya no necesita trajes de muerto. Dios lo ha resucitado, ha cumplido su palabra, la misma que se resistían a creer. Lo específico de la Pascua no es lo que Dios hace con un cadáver sino lo que hace con una víctima, se trata de un crucificado que vive.
La palabra de las mujeres no era creíble, pero era cierta, como nos pasa tantas veces cuando el prejuicio nos aparca en las afueras de la realidad. Este es también hoy nuestro riesgo: no escuchar a quienes siguen a un Jesús vivo, a quienes viven en la novedad sin miedo a romper sus caducos esquemas; a quienes lo reclaman desde el sufrimiento y el dolor; a quienes viven esperanzados, a quienes intentan abrir caminos de felicidad, tejer senderos de alegría… Parece que es mejor y, políticamente correcto, seguir durmiendo y oliendo a alcanfor, ahogándonos en la sospecha de quien dice que se puede amar a Dios, ser feliz y disfrutar de la vida sin complejos ni ñoñerías.
Un año más, mientras nos desperezamos, se ha abierto la puerta de la vida. Estamos en Galilea donde se respiran a raudales esperanza, libertad y alegría. La esperanza nos mantiene fuertes ante la resignación, el desencanto, la trivialidad y el agarbanzamiento; nos empuja con las dos manos a luchar por un mundo mejor. La libertad nos fortalece para amar sin límite frente a nuestros miedos y egoísmos. La alegría, el gozo, nos permite borrar de nuestro alrededor los horizontes sombríos, la tristeza, la desolación, la estrechez de los sepulcros de nuestros complejos, las telarañas de nuestros miedos y el corsé de los cumplimientos.
Un año más volvemos a tocar la gloria con los dedos. Palpamos la energía de Dios en el fango de nuestras miserias. Tendremos que elegir entre despertarnos o seguir remoloneando entre rutinas. Feliz Pascua.