El papa Francisco ha esgrimido este pensamiento -La codicia es la raíz de todos los males- numerosas veces para advertirnos a los fieles católicos y a todos los hombres de buena voluntad, del riesgo que corre la humanidad entera si no se pone freno a la ambición de poseer y acaparar sin reparar en la situación de pobreza extrema de millones de personas y aun de países enteros.
La Iglesia nos propone, si no nos tapamos los oídos y cerramos los ojos, en el domingo décimo octavo del tiempo ordinario, un pasaje del Evangelio según San Lucas que nos estremece por su claridad: “Guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes” (Lc 12,15). Así, podemos formularnos un par de preguntas ¿Qué asegura la vida del ser humano? ¿Cuál es el sentido de su vida?
Sabemos bien lo que asegura la vida de Jesús y, por lo tanto, podemos saber bien lo que asegura la vida de cada uno de nosotros, porque nos dice: “Pues como el Padre posee vida en sí, así hace que el Hijo posea vida en sí” (Jn 5,26). Sabemos que la vida de Jesús no sólo procede del Padre, sino que consiste en hacer su voluntad, pues tal es su alimento, y la voluntad del Padre es realizar su gran obra de salvación entre los seres humanos, dando su vida por sus amigos, signo del amor más perfecto. La vida de Jesús es, pues, una vida totalmente recibida del Padre y enteramente entregada al Padre y, por amor al Padre, a cada ser humano. ¿Puede la vida humana, en estas condiciones, ser autosuficiente? ¿Podemos negar que la vida es un don, que la hemos recibido y que, aunque sólo sea por eso, debemos dar gracias? “Que nadie se crea dueño de su propia vida”, afirma San Jerónimo.
En su monólogo, este hombre olvidó por completo lo que es obvio en una sociedad agrícola tradicional, a saber, que la abundancia de una cosecha depende poco del ser humano. No, depende más de ese Dios que hace llover y brillar el sol sobre los campos de los buenos y de los malos. Ahora este hombre se encuentra encerrado en este “yo”, “mi” y otras “almas”. Devolviéndole todo, sin tener otro horizonte que él mismo. Verse a sí mismo como el alfa y el omega de su propia existencia. Irá de fiesta, comerá y beberá, como el padre de otra parábola, pero estará solo.
En esta perspectiva, sólo queda preguntarnos: ¿Qué sentido puede tener nuestra vida si se repliega sobre sí misma, si se deleita en decir: “Alma mía, tienes bienes acumulados para muchos años, descansa, come, bebe, banquetea alegremente”? (Lc 12,19) Si la vida de Jesús es don recibido y dado siempre en el amor, nuestra vida, que no podemos negar haber recibido, debe convertirse, siguiendo la de Jesús, en don total a Dios y a los hermanos, porque “quien ama a su la vida la perderá” (Jn 12,25).
Finalmente, es importante resaltar que el Evangelio no glorifica la miseria, pero invita a una conversión: “a ser enriquecidos de Dios”; una nueva actitud en la que la figura del prójimo es central. No se trata de repartir alguna limosna aquí y allá, sino de hacer una fiesta para celebrar la fidelidad de Dios, invitando con alegría al prójimo y confesar todos juntos como comunidad eclesial: “Señor tú has sido nuestro refugio de generación en generación”.
¿Y TÚ QUE OPINAS?