DOMINGO XX DEL TIEMPO ORDINARIO: Apasionados, ardientes, encendidos…

«El amor cristiano es un amor apasionado, enamorado de pies a cabeza. Ser cristiano supone aceptar el ir consumiéndose, gota a gota, en la entrega generosa a los demás como hizo Jesús. ¿Cómo explicar sino que nuestra fe es algo más que un listado de postulados racionales?».

Un verano más los incendios ocupan las portadas de informativos y periódicos. Miles de hectáreas de árboles y ecosistemas centenarios caen las voraces fauces del fuego. El fuego es en sí violento, imprevisible y difícil de controlar. Usado correctamente produce unos beneficios que no es necesario enumerar; descontrolado puede acabar, y por desgracia acaba, arrasando todo.

El fuego no ha estado lejos de la terminología cristiana aunque más en el sentido de la purificación y el castigo, que en el que tiene en el evangelio de este domingo. Jesús quiere ver el mundo ardiendo pero no como un descerebrado que apague mal la barbacoa o porque quiera acabar con nosotros y nos castigue sin remedio. Su deseo era que todos se contagiasen de la pasión por la humanidad, por el Reino que ardía dentro de Él. Jesús quería que todos sus seguidores fueran unos auténticos apasionados.

Hablar de pasión, de corazones ardientes, de amor abrasador no es desde luego una terminología habitual a la hora de referirnos al seguimiento de Jesús. La verdadera pasión abrasa sin amargar. No es como el fuego destructor que no deja nada a su paso, sino más bien como el rayo de sol que acaricia la piel temblorosa. No es sorda, sino capaz de escuchar al otro y de atender a sus razones, aunque no se compartan. No es muda ni estridente, sino que habla con palabras que calan hondo, porque son auténticas y nacen de una mirada humana. Y aviva los corazones helados, y nutre las hambres profundas. Es la pasión cristiana que descubrimos en un Dios apasionado, hecho hombre apasionado en Jesús, que enciende el mundo con un calor auténtico.

Este tipo de lenguaje se mira con recelo y sospecha, como si resultase que los cristianos tuviésemos que ser monigotes de escayola o muñecas de trapo con las venas atascadas de horchata. Nos cuesta más imaginarnos un cristiano de carne y hueso con un corazón vibrante, sensible a lo que acontece a su alrededor, capaz de decir lo que piensa, sin miedos ni componendas; que vernos como estatuas del mejor mármol con cara de no haber roto un plato, incapaces de levantar la voz ante las injusticias. A los primeros, a los de carne y hueso, últimamente, gracias a que el Papa Francisco se ha encargado de avivar el fuego, ya no se les intenta apagar con el extintor del silencio, el desprecio y la descalificación, y a los segundos parece que, por igual causa, están comenzando a refugiarse en el amplio baúl de los recuerdos con su cristianismo frío y cadavérico, eso sí intachable moralmente a simple vista, pero que difícilmente conseguía que la llama de la fe prenda nuevos corazones.

El amor cristiano es un amor apasionado, enamorado de pies a cabeza. Ser cristiano supone aceptar el ir consumiéndose, gota a gota, en la entrega generosa a los demás como hizo Jesús. ¿Cómo explicar sino que nuestra fe es algo más que un listado de postulados racionales? Hemos de convencernos de nuestra tarea y responsabilidad. Frente a las ideas de bombero de quienes se empeñan en adormecernos, en apagarnos y enfriar el ambiente, nosotros, sí, nosotros, tenemos algo que decir y que hacer. El fuego de la caridad y la fraternidad, de la igualdad de oportunidades, del respeto y el diálogo con todas las culturas no ha prendido del todo en nuestro entorno.

Dejemos los miedos, los conformismos. Seamos nosotros los primeros en inflamar nuestros corazones en este amor apasionado. La eucaristía de cada domingo tiene que avivar la llama de nuestra fe. No nos conformemos con que no se apague, la idea es que el fuego se extienda y logre “incendiar” a todos.

¿Y TÚ QUE OPINAS?

agustinos