DOMINGO XXII DEL TIEMPO ORDINARIO: Actúa con humildad y tendrás el aplauso de Dios y de los hombres

[Eclesiástico 3.17-20.28-29; Hebreos 12,18-19.22-24a; Lucas 14,1-7-14] Jesús siempre va a lo esencial. Él conoce el corazón del hombre y lo que él encierra. La liturgia de este domingo centra nuestra atención en una fiesta, una situación muy conocida para cada uno de nosotros, en la que Jesús nos mira con misericordia y nos enseña con su sabiduría.

Partiendo de esta situación, el Señor nos propone dos parábolas: la primera, se refiere a la elección de los lugares en la fiesta. Todos somos invitados a participar de ella, a participar de la alegría eterna; pero ante la invitación hay dos actitudes posibles: la de quien se considera mejor que los demás y por ello pretende los primeros puestos. Jesús reprocha a este y lo compara con los fariseos hipócritas que despreciaban a los demás por creerse mejores. La otra actitud, la que Jesús sugiere, ocupar el último lugar, es decir, servir a los demás, sin reclamar por ello ningún privilegio.

Jesús con sus palabras nos enseña que la lógica del Reino es diferente a la humana. Ante Dios, quien pretenda destacar quedará humillado y quien reconozca su pequeñez será enaltecido por el mismo Dios. Por lo tanto, la actitud básica que nuestro Maestro nos resalta es la de la humildad que nos hace reconocer nuestro valor y caminar en la verdad.

La segunda parábola nos habla de a quién o quiénes debemos invitar a la fiesta y cuál debe ser el criterio para ello. Jesús nos indica que no lo hagamos por puro interés. Si hacemos el bien y compartimos con todos, Dios nos retribuirá. Quien obra por amor no espera nada a cambio. ¡Esto es cristiano!

Jesús privilegia el bien hecho a los que no tienen manera de devolverlo mostrándonos con ello que el desinterés unido a la humidad de la parábola anterior nos abre a la pobreza de espíritu.

Es claro que, a la luz de la palabra, debemos revisar nuestras actitudes cotidianas, aprender a compartir lo que tenemos, pero sobre todo la Buena Noticia, pues la mayor pobreza es la de quien no tiene a Dios en su vida.

El cristiano pobre de espíritu vive convencido de que todo lo que ha recibido proviene de Dios reconociendo que no es el dueño sino más bien el administrador de lo que tiene, lo cual implica disponibilidad para compartir sin exigir nada a cambio, a compartir incluso con quienes es difícil compartir, con quienes no están bien dispuestos para con Dios.

Todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido. María se humilló y fue ensalzada. Vivamos de tal modo que también a nosotros nos diga el Señor en el último día: Amigo, sube más arriba.

Hugo Badilla, agustino recoleto

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