Más o menos por estas fechas hace unos tres años comenzaban a oírse noticias inquietantes acerca de un contagiosísimo virus que estaba causando estragos en China. Por aquel entonces nos pensábamos inmunes porque teníamos todo tipo de medios para defendernos. Nuestra sociedad del bienestar nos parecía entonces imperturbable. Lo que vino después lo conocemos bien y, por desgracia, muchos se nos quedaron por el camino. No sé si habremos aprendido algo pero el maldito bichito nos hizo aterrizar de nuestros aires de grandeza; nos demostró que, una vez más, el dinero no garantiza todo.
Nuestro Dios nos ama con locura, se ha enamorado de nosotros de tal modo que se ha hecho celoso, muy celoso, siente nostalgia cuando no estamos, así nos lo presentaba el evangelio del domingo pasado. No podéis servir a dos amos. no podéis servir a Dios y al dinero. En esta sentencia no hay muchas escapatorias. O lo uno o lo otro. Sin que sea ni mucho menos mi intención caer en el tópico barato, resulta curioso ver cómo a lo largo de la historia hemos intentado emanciparnos de todas las ataduras, luchando por la libertad y la independencia, y ahora resulta que esa maravillosa libertad se disuelve en las mil y una elecciones comerciales que aparecen ante nosotros. Parece que el consumismo nos adocena en el encefalograma plano poniéndonos a salvo de tomar decisiones fundamentales que nos comprometan, ya que solo se decide entre productos ya existentes, entre opciones ya realizadas por otros. Si lo analizamos fríamente, parece que esto no casa muy bien con nuestra fe, con lo que debe ser nuestro estilo de vida.
En este océano de compraventas en el que vivimos, ¿dónde colocar lo gratuito? Una sociedad justa está más asentada en la gratuidad, que en el dinero. Hablar de gratuito no es hablar de saldos ni de ofertas; es hablar de cariño, de interés, de escucha, de sonrisas, de tiempo…; aquellas cosas que se dan y se comparten a cambio de nada.
El evangelio de este domingo nos abre a una dimensión que no es muchas veces tenida en cuenta, y vivimos poniendo, como se suele decir vulgarmente, una vela a Dios y otra al diablo, para tranquilizar nuestra conciencia aburguesada. Sin embargo, la opción tiene que ser clara. Optar por Dios es lo mismo que dejar que nuestro corazón lata al ritmo que nuestra fe le va marcando y abandonemos la tentación de justificar nuestro sometimiento a lo que otros deciden por nosotros y a comprarnos nuestra propia felicidad, una felicidad enlatada.
Todo lo que viene de Dios es pura espontaneidad, pura gratuidad, pura energía que nos pone en movimiento hacia los otros para hacerlos felices, no para abusar de ellos como nos advierte Amós en la primera lectura. La tarea es clara: esforzarnos por hacer crecer lo gratuito para servir solo a Dios haciendo más feliz la vida a los demás. En eso consiste servir a Dios y no al dinero. Casi nada.