La sabiduría popular sentencia que el peor sordo es el que no quiere oír y el peor ciego el que no quiere ver. Puede que con esto tendríamos más que suficiente para reflexionar sobre el evangelio de esta semana. Jamás hemos estado tan informados como ahora, pero cada día es más complicado tener los ojos abiertos y los oídos alerta para evitar que la telebasura y las redes sociales impidan que podamos abrir bien los ojos, y mirar con valentía el dolor de tantas víctimas. No nos engañemos: es mi hermano el que está ahí tirado, el que se droga, el que acaba de entrar de ilegal, el que está solo, el que no llega a fin de mes, el refugiado, el que está enganchado al juego o a las apuestas… Lo mínimo que podemos hacer es no mirar para otro lado. El problema de muchos no es el “bienestar”, sino simplemente “estar”.
Si te asalta el “¿qué puedo hacer?” o mejor “¿qué necesitan?”, hay muchos pasos: mirar, imaginar (la imaginación sensible para comprender la situación del otro), informarse todo lo posible, recordar, no dejar que se olvide una tragedia en cuanto deje de salir en los informativos; intentar vivir desde ciertos valores; dejarte movilizar por causas que merezcan la pena; intentar movilizar a otros; cooperar; ponerte alguna vez a tiro, porque si vives en tu burbuja difícilmente saldrás a ningún encuentro; optar por alguna causa, para no asfixiarte con el gas del “todo va mal y por eso no hago nada”.
La parábola que nos presenta el evangelio parece escrita para nuestros días. En ella encontramos dos puntos a tener en cuenta: al igual que la semana pasada, lo poco que sirven los bienes materiales en el momentos del encuentro con Dios; y, por otra, la dificultad de conversión para quien tiene su corazón en las riquezas. La afirmación es tajante: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas no harán caso ni aunque resucite un muerto». El talante de Jesús no es de ningún modo el de condena si no que simplemente describe la realidad. Es importante el hecho de que el pobre tenga nombre, Lázaro, que significa “Dios te ayuda”, es decir, identidad, dignidad; mientras que el rico no.
Teniendo en cuenta ese detalle del nombre, digamos que, por desgracia, y a diferencia de lo que hace Jesús, nosotros solemos fijarnos en el grado de pobreza más que en lo esencial: que es un ser humano. La generosidad empieza por aquí, por devolver la identidad, por darle un rostro humano más allá del ser víctimas o sufridos. Por si todavía no nos hemos enterado, detrás de cualquier rostro hay una persona buena, mala, regular, honrada o caradura, pero persona. El abismo que separa al rico del pobre en el evangelio no está muy lejos de las barreras con las que nos protegemos de los que vienen a nuestro país en busca de una situación que, aun siendo precaria, es mucho mejor que la que tienen. Nos hemos empeñado en trazar fronteras y líneas que no imaginamos para cualquier ave y muchísimo menos para las mercancías y los capitales para los que sí es un bien fundamental el libre tránsito.
Ya va siendo hora de tomar en serio la causa de los que no tienen nuestra misma suerte, abriéndonos a la comprensión y la acogida. Creo que es lo que nos invita a hacer el evangelio de este domingo. Para empezar podemos intentar vernos el cogote en el espejo de nuestra realidad, así, quizá, podamos ver a todos aquellos que permanecen ocultos y poco a poco dejaremos el espejo de lo previsible y nos asomaremos con valentía a la cruda realidad donde son muchos los que sueñan, por salir del anonimato y la etiqueta, para ser tenidos en cuenta como personas. Demasiados Lázaros esperando nuestras migajas y demasiados perros en nuestros banquetes. La mesa de la humanidad es para todos aunque no sé si estamos dispuestos a estrecharnos un poco para que todos puedan tomar asiento. Pero, no olvides que si decides despertarte y abrir los ojos de verdad, no te preguntes “¿qué puedo hacer?”, sino “¿qué necesitan?”